La huelga

El obrero no se convierte en revolucionario acentuando su condición de obrero, sino despojándose de ella”. Murray Bookchin

Nunca tantas personas han creído menos en la política. El mundo cambia y algunos soñamos con un regreso a la Ilustración, a que la transformación radique en la ironía del lenguaje y no en la inventiva lingüística, en las pedradas del pensamiento único que más que combatir el terror del pueblo, lo atemoriza. La política es cada vez más confusa, extravagante y peligrosa. Decía el archirecurrido Ryszard Kapuscinski refiriéndose al periodismo, que el cinismo es una actitud antihumana, que aleja automáticamente de este oficio a quien la practica porque le aparta de la gente corriente. También podríamos aplicarlo a la política. Y a esta huelga general han intentado vestirla con ese ropaje para desacreditarla y hundirla en el fango de la vergüenza. Opinemos pues sobre el asunto.
La idea más generalizada en Europa es que vivimos sumergidos en un régimen de intereses económicos en el que ya no quedan Palacios de Invierno por conquistar. ¿Qué hay más separado del pueblo que los reduccionistas de lo social, los usurpadores de la política que sólo consideran a la plebe material imprescindible cada cuatro o seis años? Vuelvo a Kapuscinski. Para él, la pobreza, la frustración que provoca las distintas formas de presentarse el hambre, se manifiesta cuando el hambriento siente que hay esperanza.

En el caso de la actual situación politico-social, que despoja a los ciudadanos del placer de sentirse protagonistas y que ni siquiera liquida la cuestión de las fronteras por mucho que éstas se hayan hecho permeables entre Algeciras y Vilnius, la esperanza es que no terminemos -los ciudadanos- indiferentes ante los contenidos que los timoneles de este modelo de desarrollo nos están imponiendo con habilidad de relojeros.

El primer principio impuesto es que la reestructuración económica en marcha, las medidas de reajuste aprobadas en parlamentos y asambleas para salvarnos del crac, es una mole de difícil asimilación colectiva. El segundo es difundir la necesariedad de socializar el error. En España ya hubo un ególatra con solera y durante los 8 años que duró su reinado todos pudimos comprobar que cuando se equivocaba, nos confundíamos todos. Con la crisis actual nos ha vuelto a suceder.

La aceptación pasiva de esta regresión social como un mal necesario que nos salvará de las llamas del infierno aborta algunas esperanzas pero no suprime los sueños. Contradiciendo a los astutos dirigentes de hoy en día, un viejo liberal estadounidense llamado Henry Thoreau escribió que el pensamiento auténtico “es un caballo que cuando llega la primavera deja todo su pienso atrás y se lanza a galope a buscar hierba fresca”. Quizá una alternativa más exigente con la ciudadana y más beligerante con las decisiones unilaterales de mastodónticas instituciones como el FMI, las bolsas de valores y el sistema bancario, demostraría de manera ilustrada que no somos tan estúpidos como nos pintan para comprender las maniobras orquestales que diseñan en la oscuridad de la economía global. 
El arte de la ilusión necesita del público para tener éxito. A nadie se le pasa por la cabeza que Houdini triunfara sin la complicidad de unos espectadores a la caza de la trampa. ¿Cómo reaccionar entonces cuando los responsables políticos del mundo corren a salvar de la quiebra a entidades bancarias que nos han estafado con juegos de manos para, a continuación, hacernos a todos coparticipes de su deuda? Los niños les tirarían tomates porque habrían visto el truco. Que la derecha lo defienda puede ser un timo – ya lo dijo Sánchez Albornoz: “qué difícil es ser conservador, ¡hace falta tanta inteligencia!», pero que lo haga la izquierda… 
Este número prodigioso de prestidigitación financiera no es nuevo. Habla inglés de Washington y desembarcó en Europa hace años con aires de teoría política a lo ‘cowboy’. Puestos a poner nombrecitos a las cosas les llamaremos ‘neocons’, grupo de curanderos que a diferencia de los cirujanos de guerra que amputan brazos y piernas, son expertos en mutilar el gasto social con suma limpieza, es decir, cortan a partir de la articulación de los servicios públicos o desde el hueso del despido flexible. 

Nuestro Gobierno ha traicionado el pensamiento socialdemócrata que dice defender. Primero sustituyendo su ideario de combate por las libertades y de mantenimiento del gasto social por una práctica de seguridad a ultranza en la que no se sabe que es más penoso, si el clima de cobardía que genera o la nulidad de resultados en que se traduce.

¿Sólo nos queda el libre mercado para subsistir?. Visto lo que se está haciendo, ni siquiera eso. La España de Zapatero ha canjeado el darwinismo económico heredado, el del más adaptado es el que sobrevive, por un dirigismo cuyo corolario se encamina hacia la concentración empresarial en pocas manos. 


El problema es que la izquierda real de este país, y por inclusión, también la europea, da la impresión de no saber ni por donde sopla el aire. Su aceptación, casi entusiasta, del mercado con su moral del éxito y de los beneficios; la renuncia de lo suyo -es decir, del pueblo con sus ideales- por un pragmatismo electoral lo más consensuado posible y, sobre todo, por su convicción de que la jugada maestra no es humanizar el capitalismo sino gestionarlo, les deja en una disyuntiva que bloquea cualquier posibilidad de armar una alternativa reformadora efectiva. “Hay que aceptarlo, la izquierda no tiene hoy ni un proyecto atractivo ni un discurso potente”, aseguraba no hace mucho tiempo Vidal Beneyto en un sesudo artículo.

Entonces, ¿no queda esperanza? Pues yo creo que sí. Quedan las grandes causas y sus objetivos concretos como la lucha por las libertades y por las igualdades básicas. Sólo falta un prestidigitador a lo Houdini. Alguien que nos haga sentir la ilusión de lo irreal, de que esta historia no está escrita.

Para empezar por algún sitio, habría que explicar a los pensionistas,  por ejemplo, que España es el Estado europeo con el gasto público en protección social más bajo de la UE y que las medidas que se están importando para incrementar el crecimiento económico se basan en recortes de las prestaciones sociales, en el abaratamiento del despido, en aumentos de la edad de jubilación y en revisiones de todo el sistema público de pensiones.

Para no marearnos entre las telarañas de las cifras, se puede empezar apuntando que estamos a la cola de la UE en gasto social y, lo que es peor, que las políticas económicas impuestas se alejan cada año más de ese objetivo. Somos el país europeo más deficitario en sanidad, en escuelas de infancia, en servicios domiciliarios y en discapacitados. Hay más evidencias que deberían sacar los colores a algunos próceres de este país que ante la protesta piden silencio y exigen alternativas a los sindicatos para desacreditarlos.


Resulta divertido ver como esos iluminados de la opinión decoran esta reforma laboral con hipérboles sobre el progreso. Pero muchos de los militantes del hastío seguimos mirando estupefactos a países como Suecia y Holanda, con gastos sociales mucho mayores y tasas de desempleo mucho menores, donde sigue sin cuestionarse que los Estados dejen de tener un papel clave en la configuración de las políticas económicas y sociales de sus vidas. Y no quiero olvidar otro dato para hacer pensar a los conformistas. El Banco Federal Estadounidense apuntó no hace mucho que incrementar un solo dólar la producción de bienes y servicios públicos estimularía tres veces más el PIB al cabo de un año que con el dólar obtenido a través de un recorte de impuestos. ¿Hablamos ahora del Estado del Bienestar o mejor de los negocios privados?


Hay miedo a considerar fundamentales estas cuestiones, no vaya a ser que la derecha, conforme al catecismo economicista dominante, estigmatice a quien la plantea por antiguo e irresponsable. Creo que si aumentáramos la capacidad de autogobierno de las autonomías, si abogáramos por una mayor descentralización del Estado –la Europa de los pueblos más que la Europa de los Estados- reduciríamos la burocracia, potenciaríamos la sensación de cercanía de las instituciones al ciudadano, incrementaríamos su participación en la toma de decisiones y no sería tan traumático aumentar el gasto público porque habríamos ampliado el nivel de compromiso social. Pero sería insuficiente. Faltaría el compromiso social real de la banca. Un pacto solidario con el opaco mundo financiero.

Aunque tarde y horripilantemente planteada, esta huelga general ha llegado por la canción del hastío, del basta ya. Los principales intercambios verbales, las acusaciones más sonoras tienen que ver con esta música. Y todo parece indicar que seguiremos bailando a su ritmo mientras no se produzcan cambios que hagan pagar a quienes provocaron esta crisis lacerante.

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